Sin
aliento, la joven se puso de pie. A sus pies un creciente charco de sangre
fresca teñía de rojo el brillante césped verde. Viento helado sopló, debería haberle
molestado, pero a estas alturas ya no sentía nada; el fuego en su interior le
impedía sentir nada externo. Alzó la mirada a la infinita oscuridad sobre su
cabeza y tomó una profunda respiración cerrando los ojos.
Uno. Dos. Tres.
Los
volvió a abrir. Con expresión de piedra agachó la mirada al cuerpo sin vida del
último tío que le quedaba con vida a los Lester (la familia de caníbales de su
novio y mejor amiga). Ella se había jurado hacerlos pagar pos sus crímenes y por
lo que la habían hecho pasar, era hora de cobrárselo. Con la ayuda de los «depuradores»
(un grupo de personas encargadas de perseguir y poner fin a los adoradores de
Wendigos, criaturas monstruosas que se alimentan de carne humana pero que no
existen en la realidad, sin embargo, los integrantes de este culto sueñan con
ascender y convertirse en uno de ellos).
—Uno
menos —se dijo.
—¿Está
hecho? —preguntó Martín acercándose.
Él
era uno de los depuradores que la habían «secuestrado» unos meses atrás para
explicarle la misión de los depuradores. Ahora era el encargado de
supervisarla, ya que era nueva en todo este mundo.
Teresa
asintió en respuesta. Él la miró de arriba abajo con una sonrisa burlona y una
ceja enarcada. Ella apretó la mandíbula sujetando con más fuerza el cuchillo
cubierto en viscosa sangre.
—Mirate,
si no sos la novia perfecta.
Llevaba
puesto el mismo vestido blanco con el que había conocido a la familia aquél
horrible día. Ahora estaba salpicado de sangre por todos lados y su cabello
cuidadosamente recogido caía enredado y desordenado alrededor de su cara. Ambos
estaban en el enorme patio de los padres de Sean (el novio come humanos). Esa
noche se habían reunido para una cena familiar en la que la presentarían
oficialmente como nueva integrante de la familia, pero justo antes de que el
reloj marcara las doce en punto y fuera hora de comer, los depuradores habían
irrumpido en la mansión y habían empezado a cazarlos uno a uno. Ahora quedaban
solamente los padres de Sean, él y su prima (y mejor amiga de Teresa). Quién
iba a decirlo, tantos años teniendo especial cuidado de no abrirse a las
personas equivocadas y terminaba confiando en estos… monstruos.
—Terminemos
con el trabajo —respondió a secas sin desperdiciar otra mirada en su dirección.
Cuidadosamente
regresó dentro de aquella gigantesca casa antigua. Lo que una vez la había
aterrado ahora la aliviaba, la mansión quedaba a las afueras de la ciudad,
separada por unos cuantos quilómetros de la casa vecina. Era perfecto para
acabar con todos ellos sin que nadie se enterara. Seguramente los depuradores
habían tenido bajas en la limpieza (Teresa había visto a unos cuantos
desangrándose en el piso), pero seguían superándolos en número. Al menos quedaban
quince de los depuradores… y solo cuatro de los Lester.
Los
depuradores habían estado investigando a familia hacía meses sin ningún resultado,
pero gracias a Teresa habían tenido acceso a su punto de encuentro y pruebas de
lo que eran con seguridad. La operación había llevado semanas preparar, era
complicado ya que se estarían adentrando en territorio enemigo y eran una
familia numerosa; en la cena estaban todos, desde los más jóvenes hasta los más
viejos.
Esos
habían sido los primeros en ser masacrados, los niños y los abuelos. Ella había
sugerido no matar a los niños, podían ayudarlos y educarlos, pero tenía a todos
en su contra, «erradicar de raíz» habían dicho. Teresa se había forzado sentir remordimiento
mientras los escuchaba llorar y rogar por sus vidas, pero estaría mintiendo si
dijera que lo logró. Ella se encargó de terminar con los mayores, a pesar de no
sentir remordimiento alguno, no quería, literalmente,
la sangre de los niños en sus manos (los viejos no le importaban nada, habían
pasado una vida comiendo de su misma especie, se merecían lo que recibían).
Con
el cuchillo alzado y la linterna encendida entró por la puerta del fondo, Marín
la siguió de cerca. ¡Poca escena!, pensó
Teresa al ver los cuerpos mutilados de la familia y depuradores esparcidos
sobre el piso de madera. Nada, cero remordimiento o tristeza. Ella solo quería
ver correr su sangre… no, ella misma quería hacer correr su sangre. Quería
pagar con sus vidas los que le habían hecho, lo que le habían hecho a quién
sabe cuántas personas. Estaba cegada por la sed de venganza que corría helada y
caliente por sus venas, envenenando su sistema, dejándole un gusto agridulce en
la boca. Lo tenía entre ceja y ceja, no se detendría hasta conseguir lo que
había venido a buscar.
Avanzaron
entre los cuerpos de la mansión a media luz, abrazados por un silencio
sepulcral fueron subiendo las escaleras excesivamente anchas y lujosas. Todo
estaba demasiado tranquilo, Teresa empezaba a desconfiar hasta que en el primer
piso se encontraron con más de los suyos, eran un grupo de cuatro. Intercambiaron
indicaciones y mientras unos se quedaban revisando esa planta, otro depurador
se les unió a ella y Martín para revisar el tercer piso.
¡Tres pisos! ¿¡Para qué?!
¿¡Por qué?! ¿¡Para qué necesitan tanto?! Pensaba Teresa con incredulidad y disgusto. Podridos en plata para hacer de la suyas.
Ella seguía pensando en lo ridículo del exceso cuando el filo de un cuchillo
pasó silbando a un costado de su cabeza, enterrándose en la frente del cazador
que se les había unido. Con medio cuchillo enterrado en la frente, el cuerpo
del cazador golpeó el piso desprovisto de vida. Martín y ella entraron en
acción al instante, gritando por ayuda mientras peleaban con los últimos cuatro
restantes de la familia.
—¿¡Teresa?!
—preguntó Anna con incredulidad—. Pensamos que estabas muerta. ¿¡Estás con
ellos?!
Sonaba
y se la notaba dolida por las acciones de quien creía era su mejor amiga. Teresa
soltó un bufido, ahora era ella la que no podía creerlo.
—¿Qué,
de verdad esperabas que formara parte de su club de monstruos?
Anna
apretó la mandíbula con fuerza mientras elevaba un cuchillo de carnicero sobre
su cabeza. Teresa se paró lista para defenderse de su ataque.
—Bueno,
monstruo o no, tengo que defender a mi familia. No lo tomes personal.
Teresa
sonrió poseía por el deseo de venganza.
—Lo
que queda de ella, querrás decir —dolor e ira contorsionaron los músculos de la
cara de su amiga—. Espero no te importe, pero para mí sí es personal.
Rugiendo
se lanzó sobre Teresa. Esta no tuvo problemas esquivando el cuchillo, lo que sí
fue difícil fue sobreponer la racionalidad sobre los violentos sentimientos que
la dominaban. Esos sentimientos que sentía en carne viva la desconcentraron por
medio segundo, y medio segundo fue todo lo que Anna necesitó. Un grito de dolor
se abrió paso por su garganta mientras todo el aire escapaba precipitadamente
de sus pulmones agotados.
—¡NO!
—lo escuchó gritar.
El
filo del grueso cuchillo le había abierto la carne del antebrazo izquierdo al
usarlo para protegerse la cara, sangre brotó instantáneamente a borbotones. Teresa
se tambaleó hacia atrás justo cuando él saltaba sobre su prima, apartándola de ella.
El cuchillo golpeó el suelo con un ruido metálico.
Siguiendo
el movimiento del cuchillo, Teresa se deslizó al piso. Temblando de pies a
cabeza palpó el corte, era bastante profundo y alargado. Las lágrimas en sus
ojos hacían borrosa su visión, respirando entrecortadamente arrancó un pedazo
del vestido y envolvió la herida sangrienta en un apretado torniquete. Tomó el
cuchillo con el que la había lastimado y apretando los dientes se apoyó en la
pared del corredor a oscuras. Con gran dificultad logró pararse nuevamente.
Sosteniendo
fuerte el arma y con piernas de gelatina avanzó hacia ellos dos. Sean sacudía de
los hombros a Anna mientras le decía algo que Teresa no lograba comprender (no
había salido del todo de esa neblina de estupor violenta). Anna estaba de
espaldas a Teresa, pero Sean la vio venir por sobre el hombro de su prima. Ella
alzó el cuchillo, él la miró con ojos grandes retrocediendo un paso y llamando
así la atención de Anna, que se giró a toda velocidad. Pero ya era demasiado
tarde. Teresa movió el brazo hacia atrás y con toda la fuerza y rapidez que pudo
guió la cuchilla a su cabeza, enterrándola en el lado izquierdo de su cráneo.
Un
segundo entero pasó. Otro segundo. En el tercero las piernas de Anna fallaron y
su cuerpo golpeó el caro suelo de madera. Tiesa, pesada, desalmada. Teresa elevó
lentamente la mirada a Sean que se alejó otros dos pasos, su cara pálida como muerto
y ojos abiertos de par en par. La joven volvió a agachar la mirada al cuerpo,
el cuchillo seguía enterrado en su cabeza, sangre goteaba sin prisa desde la
herida, tal vez el arma estuviera conteniendo la hemorragia.
Llena
de curiosidad y ladeando la cabeza Teresa se agachó a un lado de su víctima y quitó
el cuchillo de su cabeza, permitiendo que la sangre explotara en todas
direcciones como un volcán en erupción. Sin pestañear y envuelta por
sentimientos oscuros y violentos que era incapaz de controlar, y como si de
cortar maleza con un machete se tratara, comenzó a blandir el cuchillo una y
otra vez en la carne del cuerpo sin vida. En su cara, su cuello, su pecho,
hasta que no fue más que un asqueroso pedazo de carne enorme con las entrañas
salidas, regadas a su alrededor como flores decorativas.
Sin
aliento ni energía, se dejó caer a un costado. A estas alturas los demás ya
habían llegado. Dejó el cuchillo a un lado y se limpió la frente con el dorso
de la mano, lo que probablemente fue contraproducente ya que tenía las manos
cubiertas en viscoso líquido escarlata.
—Son míos —dijo con dureza elevado la mirada a los depuradores que lidiaban con Sean y su padre—. Yo quiero hacerlos pagar —miró al piso donde yacía el cuerpo sin vida de la señora Lester, le habían ganado de mano con esa.
—Prepárenles
una de las habitaciones —ordenó la líder de la operación—. Y saquen a los dos
sobrevivientes.
Entonces
miró a la joven en el piso por primera vez, se sostuvieron la mirada por unos
segundos sin decir nada hasta que Teresa se puso de pie, sus ojos fijos en la
mujer. Teresa todavía se sentía cansada y tenía la respiración acelerada por el
esfuerzo, pero ya estaba en mejor estado, ponía todo de si en ignorar el
punzante ardor de su antebrazo.
—Hay
que hacerte ver esa herida.
—No
es nada. Solo quiero terminar con esto y seguir adelante.
Ella
miró al depurador que supervisaba a la asesina novata.
—Te
quedás hasta que ella termine con lo suyo. Después nos llamás para hacer la
limpieza final.
Este
asintió una vez sin decir nada, pero la mirada enfurecida que le envió después
de recibir la orden fue suficiente para comunicarle cómo se sentía al respecto.
Al final solo dos de las cinco personas secuestradas por la familia habían
sobrevivido, una anciana y una muchacha de aproximadamente la edad de Teresa.
No
demoraron en tener a ambos, padre e hijo, atados a robustas sillas con
reposabrazos en una habitación de la enorme mansión. Ella entró, Martín se
quedó del otro lado de la puerta. Sus ojos fueron a Sean y luego al señor
Lester.
—Bueno,
lamento comunicarles que se les acabó el jueguito —habló ella avanzando
lentamente hasta pararse frente a ellos—. Iba a pasar, tarde o temprano,
supongo en el fondo lo sabían, ¿no? Además, vos lo pedías silenciosamente a
gritos —esto último fue dirigido a su… ¿novio?
Teresa
había visto en los ojos de Sean lo mucho que sus… costumbres, por ser
considerados, lo atormentaban. No le gustaba lo que hacía, no le gustaba lo que
su familia hacía, pero al final, no había podido resistirse al magnetismo de su
misma sangre. Al crecer él había tratado de alejarse, pero había terminado
volviendo junto a ellos. Y la verdad era que Sean era un cobarde, era demasiado
débil como para pararse firme y darles pelea, especialmente a su padre. Ni
siquiera era lo suficientemente fuerte para alejarse de ellos… ¿cuántas novias
ya habían muerto por su debilidad? No tantas, pero no por ello menos
importante. Teresa se había prometido ser la última. Esta era ella, cumpliendo
esa promesa.
Los
observó con atención. Odiaba a la familia, odiaba lo que le habían hecho a
todas sus víctimas, odiaba lo que le habían hecho a ella, odiaba en lo que la
habían convertido. Ella estaba
aterrada, aterrada de ser un monstruo como ellos, por eso todo esto. Odiaba que
la hubieran convertido en una víctima y bestia a la vez. Pero más que nada se odiaba por haber elegido este camino,
pero eso era algo que todavía no estaba preparada para admitir. Era más fácil
echarles la culpa a ellos, que después de todo, eran los que debían pagar. Agarró
un martillo y un paso a la vez, tomándose todo el tiempo del mundo, hizo su
camino hacia Sean.
—Al
que más odio es a vos —le confesó al señor de la familia desviando la mirada
hacia él. Él no contestó y con una mueca de disgusto le sostuvo la mirada, más
enfurecido que nunca—. Por eso te voy a dejar para el final. Vas a ver como
hasta el último miembro de tu horrorosa familia es mutilado y no vas a poder
hacer nada para salvarlos. Nadie los va a salvar… como todas esas personas de
las que degustaron —rió—. Bueno, ahora buen provecho para mí.
Y
sin previo aviso, golpeó la rodilla del chico con el mazo. Él largó alarido de
dolor luego del crujir de su hueso. Sollozando elevó la mirada a la chica que
amaba… la chica que amaba pero no lo suficiente.
—Por
favor, Teresa…
—¿Te
duele? A mí también me dolió.
Y
le rompió la otra rodilla. El señor Lester forcejeó mientras largaba una sarta
de maldiciones. Ella rió estridentemente genuinamente entretenida con su
reacción.
—¿Ahora
te da por actuar como un ser humano? —le preguntó—. Demasiado tarde. Acá ya no
quedan seres humanos, solo monstruos.
Se
giró para buscar algún otro juguete, el martillo ya la había aburrido. ¡Esas! ¡Las pinzas!, gritó una vocecita entusiasmada
en su cabeza.
—¡Hora
de la manicura! —anunció girándose con una sonrisa de oreja a oreja.
Se
encontró fascinada con la facilidad que las uñas se desprendían de la carne,
dejando a su paso ese pegajoso líquido sangriento. Después de sacarle las uñas
por una, prosiguió a cortar las falanges. Nuevamente, se divirtió cortándole
los huesos, tal vez el arma estaba bien afilada, pero no era necesario aplicar
tanta fuerza como había imaginado. No se detuvo hasta que sus manos no fueron
más que una pelota roja sin dedos.
El
creciente charco de sangre en el piso empezaba a intoxicar la habitación con su
penetrante olor a óxido. Sean entraba y salía de la inconciencia, lo que
molestaba a Teresa, él tenía que sufrir lo máximo posible, ella veía el efecto
que eso tenía en su padre. El señor Lester no se preocuparía por los demás
humanos, pero aparentemente, y después de todo, sí se preocupaba por su
familia, o al menos por su hijo.
Ella
observó su obra de arte por un rato, tratando de capturarlo de todos los ángulos.
Había algo que le molestaba de todo esto. Sean elevó la cabeza con pesadez, su
piel amarillenta recubierta en sudor, el pelo se le pegaba a la frente.
—Supongo
que ya no te sirve de mucho lo que te queda de manos, ¿no? —una sarta de
maldiciones como respuesta del señor—. No es con vos la cosa —lo calló elevando
un dedo en su dirección—. Mi problema es que si te corto lo que te queda de
manos, te me morís desangrado y ya no vamos a poder seguir jugando —pensó por
un rato mientras él lloraba sin energía—. Pero por este último año juntos, te
las corto y terminamos de jugar. Fue un placer conocerte, Sean. Ah, y no te
olvides de saludarme cuando nos encontremos en el infierno, bebé —le guiñó un
ojo.
Él
trató de luchar, pero estaba atrapado y sin fuerzas ya. Ella tomó las tijeras
de jardinería y prosiguió a cortarle las manos mientras él gritaba a todo
pulmón, ahogándose en agonía. Le sorprendió ver que no se moría tan rápido.
Tanto griterío era un deleite para sus oídos, pero le había dicho que sería
piadosa, así que enterró las tijeras en el cuello del joven. Sangre la salpicó,
entrándole en la boca y ojos. Ella se alejó pestañeando algo confundida. Tragó
con dificultad y llevó una mano enrojecida a sus labios, luego observó la
sangre en sus dedos. Como si de lápiz labial se tratara probó la sangre en su
boca. Con el ceño fruncido observó al señor Lester que la observaba fuera de
sí.
—Mmm…
Bueno —volvió a la realidad—, vos seguís, corazón de melón.
Al
señor Lester no demostró piedad alguna ya que no le generaba ningún sentimiento
de compasión. Fue despacio, se tomó su tiempo, lo destrozó de a poco, saboreando
cada segundo. Al principio él se negaba a colaborar y dejar salir esos alaridos
agónicos que le ponían la piel de gallina y aceleraban su corazón; pero todo
hombre tiene su límite. Una vez empezó a gritar, no se detuvo. Era trabajoso
tener que parar cada tanto para cuidar de los sangrados y mantenerlo con vida,
pero estaba dispuesta a hacerlo con tal de alargar más el momento.
El
piso era una resbaladiza trampa carmesí con partes de cuerpos y pedazos de piel
y carne esparcidos por doquier. Ella estaba sin aliento y su propia herida no
dejaba de sangrar, no le importaba morir, pero todavía no quería hacerlo. Muy a
su pesar, tuvo que acabar con el placentero sufrimiento del líder de la familia
de caníbales.
Cansada
pero energética, así se sentía Teresa. Como quien no quiere la cosa, dejó el
pequeño lanzallamas a un lado y fue por el hacha. Ella suspiró pesadamente
observando el arma en sus manos.
—Cuando
dije que iba por tu cabeza —murmuró—, lo decía en serio.
Elevó
la cara hacia el hombre moribundo en la silla. A estas alturas él ya no gritaba
para que le perdonara la vida, sino que le gritaba porque terminara con ella de
una vez. Sus ojos se tiñeron de miedo y alivio en iguales medidas. Seguro
recibiría la muerte de brazos abiertos, pero sabía que dolería.
Ella
respiró hondo mientras se acercaba a él, nunca le había cortado la cabeza a
nadie, ¿la cortaría en el primer intento? Con toda su fuerza movió el filo de
esta, pero se enterró entre su nuca y hombro. Maldijo por lo bajo mientras la
desenterraba con algo de dificultad. Volvió a intentarlo, mordiéndose el labio
inferior, completamente concentrada en la tarea. Esta vez probó el punto que
quería cortar como si se tratara de un juego de golf.
Luego
de varios intentos, la cabeza finalmente golpeó el piso y rodó unos cuantos
metros hasta chocar contra la pared. Sin aliento y sonriente tiró el arma.
Pestañeó unas cuantas veces y llevó una ensangrentada mano a su boca y nariz,
oliendo la sangre disimuladamente. Tragó con fuerza, ¿por qué se le hacía agua
la boca? ¿No debería molestarle el olor? ¿No debería molestarle toda la escena?
Pero ella ya no era un humano normal y aceptable, ahora era un monstruo como
ellos, ¿no?
Lentamente
introdujo su dedo índice en su boca, saboreando la sangre con ojos cerrados. El
ruido de la puerta la sobresaltó. Apartó la mano rápidamente mirando sobre su
hombro. Martín asomó la cabeza haciendo una mueca al ver la escena.
—¿Ya
terminaste? Me quiero ir a casa.
Ella
sonrió en respuesta.
—Ya terminé.