El cielo era una deslumbrante mezcla de violeta, naranja y
celeste. El sol se ponía al frente en el horizonte. No había más sonido que el
del viento y los neumáticos sobre la interminable carretera desierta. El tiempo
pasaba lentamente mientras el cielo iba oscureciéndose sin prisa. Era una
cálida tardecita de finales de primavera. Él soltó un suspiro, dejando ir toda
la nicotina contenida en sus pulmones del cigarrillo entre sus dedos. Sus ojos
se perdieron en el baile del humo que se fundió rápidamente con el aire nocturno
al salir por la ventanilla abierta del auto en movimiento.
Primero fue el sonido estridente de la bocina, luego fueron
las cegadoras luces del camión. A toda velocidad volvió el auto a su carril y
con el corazón acelerado se estacionó a un lado de la desolada carretera. En
algún momento entre observar el humo se había quedado dormido. Había estado
viajado por más de ocho horas, necesitaba descansar, pero también debía llegar
a tiempo a su casa, su familia esperaba por él para comenzar la celebración.
Todavía sin aliento y temblando del susto se propuso
descansar en la próxima estación de servicio, al menos una media hora. Una vez logró
calmarse, volvió a poner el automóvil en marcha y retomó su camino. No habría
pasado más de veinte minutos cuando las brillantes luces se reflejaron contra
el cielo que comenzaba a poblarse de estrellas. Un hotel con el letrero de
vacante iluminado. Lo cierto era que estaba agotado, una noche entonces, era
preferible perderse una noche de avanzar que arriesgarse a tener un accidente,
la próxima probablemente no tendría tanta suerte.
Por lo que se metió en la entrada y estacionó el auto en el
pequeño estacionamiento de tierra a un costado del edificio. Parecía antiguo y
algo venido abajo, solo esperaba que eso significara que tenían precio
accesible; odiaba malgastar plata. Con los lentes de sol asegurados en la
cabeza y la campera de cuero sujeta sobre su hombro, se bajó del auto y caminó
despreocupadamente hacia la entrada.
Lo que encontró dentro lo sorprendió tanto que por casi un
minuto no pudo hacer otra cosa más que detenerse y observar el lujo a su
alrededor con ojos como platos y la mandíbula por el piso. Una enorme araña de
cristales colgaba en el medio de la gigantesca recepción, el techo era un
enorme espejo reluciente, los muebles eran de madera oscura tallada a mano y el
piso era de un blanco reluciente. ¿Cómo podía ser así por dentro cuando se veía
tan mal desde afuera? Parecía haber entrado a una realidad alternativa, a otro
mundo.
Carajos, pensó
todavía sorprendido, esto me va a salir
caro.
—Bienvenido al Hotel de Almas Perdidas —saludó la
recepcionista.
Él llevó su atención a aquella hermosa mujer parada a unos
metros de él con una hermosa sonrisa para regalarle. Él se aclaró la garganta
devolviéndole la sonrisa.
—Buenas noches —una pausa mientras se debatía entre si comentar
o no sobre el nombre del establecimiento—. ¿Hotel de Almas Perdidas?
La sonrisa de la recepcionista se ensanchó mientras asentía
una vez.
—Tenemos muchas habitaciones disponibles. ¿Es para uno?
—Sí, para uno. No… no sabía que el hotel era así. De afuera
parecía diferente.
Sin perder la sonrisa ella respondió.
—Sígame —y se dio la vuelta avanzando hacia el fondo donde
se encontraba el área de recepción.
Inseguro la siguió. ¿Y si no podía pagarlo? Con nerviosismo
se rascó la cabeza.
—Escuche, ¿cuánto es la tarifa por noche? No esperaba que
fuera así…
—No se preocupe por eso —ella seguía sin perder la sonrisa—.
Le aseguro que no tendrá problema con el pago. Somos muy accesibles. ¿Por
cuánto tiempo piensa quedarse?
—Una noche, solo una noche.
Ella asintió, escribiendo algo en un enorme cuaderno de
registro. Los ojos del joven fueron de la atractiva recepcionista al techo,
donde vio su propio reflejo, había tenido la impresión de estar algo más pálido
de lo normal, pero serían todas esas brillantes luces blancas esparcidas por
todo el lugar.
—Por acá —le indicó ella con un movimiento de manos.
Él se sobresaltó, ya que no la había visto o escuchado
acercarse. Algo confundido y avergonzado asintió en respuesta. Pestañeando unas
cuantas veces la siguió hasta el asesor dorado que relucía como oro. Subieron hasta
el quinto piso… ¿Quinto piso? Se preguntó
él, no recordaba haber visto más de tres pisos desde afuera… pero tampoco había
prestado mucha atención, estaba demasiado cansado para haber notado cosas como
esas. Luego de bajar de la caja dorada, avanzaron por un extenso pasillo
decorado con una costosa alfombra roja, cuadros inquietantes que retrataban
diferentes tipos de muertes (desde enfermedades a asesinatos), candelabros
antiguos y, nuevamente, espejos en el techo.
Ella se detuvo repentinamente frente a la habitación número
500, el joven estuvo a punto de chocar contra ella ya que su atención viajaba
de cuadro a cuadro. Luego de abrir la puerta le indicó que entrara, tendiéndole
una gran y antigua llave dorada. Se puso a su disposición para lo que necesite
y le contó sobre la piscina y servicio a la habitación. Luego de agradecerle él
entra. Algo extraño sucedía… ya no se sentía cansado. Fue al baño, se dio una
ducha y se preparó para dormir, pero no tuvo suerte. Estuvo dando vueltas en la
cama de dos plazas por una hora sin conseguir lo que había venido en primer
lugar. Algo molesto se levantó de la cama, entonces recayó en la ropa y toallas
para nadar descansando en una salilla en un rincón de la habitación. Extrañado
fue por ellos y luego de cambiarse salió, tal vez nadar lo cansara nuevamente y
podría descansar antes de volver a la carretera.
De camino a su destino no se encontró con nadie más. En la
piscina solo estaban él y una familia compuesta por los padres, su hija de no
más de diez años y su hijo de no más de tres. El lugar era lo suficientemente
grande para que ellos no lo molestaran con su presencia. Respirando hondo elevó
la mirada al techo de cristal y observó el oscurecido cielo estrellado.
¿Qué hora será?, se
preguntó. No pueden ser más de las diez
de la noche, concluyó luego de calcular a la ligera el tiempo que había
pasado desde que el sol se había puesto y desde que había llegado al hotel.
Nadó por un rato y luego decidió tomar un descanso (más por costumbre que por
necesidad real), se sentó en una de las reposeras a un lado de la piscina y
cerró los ojos, seguía sin sentirse cansado.
—Disculpe —la dulce y melódica voz de la recepcionista lo
obligó a abrir los ojos enseguida—. Aquí tiene —indicó ofreciéndole una copa de
champaña con una cálida sonrisa.
—Pero yo no ordené…
—Es cortesía del hotel.
Él agradeció y tomó la copa. Ella asintió una vez y dejando
la hielera con la botella a un lado de la reposera, se fue. Este lugar era
extraño, en un buen sentido, bebida gratis, lujoso, y todo por un precio… por
un precio… ¿cuánto había pagado? No lo recordaba. Se encogió de hombros tomando
la bebida burbujeante. Si ya estaba acá, mejor no preocuparse por esas
nimiedades. Una vez terminó de beberse toda la botella, finalmente se sentía lo
suficientemente cansado como para tratar de dormir.
Al ponerse de pie, la familia que alegremente charlaba en el
otro extremo de la piscina, dejó de hablar al instante. Él los miró
inconscientemente, los cuatro lo observaban con caras inexpresivas y sin
pestañear, sin mover un músculo siquiera. Raros,
pensó él.
—Buenas noches —se despidió sin poder ocultar su
incomodidad.
No obtuvo respuesta. Asintió una vez a modo de despedida y
se fue, mirándolos sobre su hombro cada tanto, ellos seguían en esas mismas
posiciones estáticas. Rascándose la cabeza entró a la recepción. Y allí estaba
la muchacha, de pie, con las manos juntas delante y con esa sonrisa que parecía
pegada a la cara. Él movió su cabeza a modo de saludo, por más imposible que
pareciera, su sonrisa se ensanchó, no pestañeaba y tampoco dijo palabra alguna.
Ahora lo repensaba, este lugar era extraño sí… pero también lo eran las
personas de allí, y tal vez no en el mejor sentido de la palabra.
En el corredor volvía a no haber absolutamente un alma
aparte de la suya. El silencio era ensordecedor y le ponía los pelos de punta. Esos
cuadros con personas pintadas en ellos, los ojos de esas personas parecían seguirlo
a medida que avanzaba, se sentía observado. Tragando con dificultad y solo
mirando al frente se apresuró hacia la puerta de su habitación. Mientras abría
la puerta elevó la cabeza al techo, su reflejo le mostró que estaba en todavía
peor estado que antes, ojeroso y más pálido, ¿por qué parecía haber perdido
tanto peso? Perturbado y decidido a ignorar lo que lo rodeaba, se fue derecho a
la cama. El cansancio, se convenció, era la falta de sueño lo que lo hacía ver
cosas que no estaban allí. Apenas su cabeza tocó la almohada, sus ojos se
cerraron, sumergiéndolo en la inconciencia.
Un extraño sueño de luces dolorosamente brillantes y sonidos
estridentes lo despertó violentamente a la mañana siguiente. Con la cabeza
dándole vueltas y un punzante dolor en las sienes se sentó en la excesivamente ancha
cama de hotel. Pestañeó unas cuantas veces mientras sostenía su cabeza,
haciendo una mueca escondió la cara entre sus manos. Esperó un rato hasta que
el dolor se hizo más tolerable pero no menos persistente.
Decidió que lo mejor era empezar el día con una ducha,
quería estar listo para retomar el camino de una vez y llegar a su familia
cuanto antes. Una vez estuvo listo, se puso la campera de cuerpo negra y abrió
la puerta de su habitación. Soltó una maldición al instante, retrocediendo un
paso por el susto.
—Perdón si lo asusté —se disculpó la recepcionista con esa
sonrisa que empezaba a ponerle los pelos de punta.
¿¡Qué carajos hacía del otro lado de la puerta?! Ya se
estaba yendo, él creía todavía estar a tiempo. ¿Cuál era su hora de salida? No
lo recordaba. Un pensamiento de remordimiento y vergüenza pasó por su cabeza,
tal vez él se había atrasado, después de todo.
—¿Estoy muy tarde para la salida? —preguntó.
Ella negó sin perder la sonrisa con sus penetrantes ojos
oscuros clavados en él.
—¿Para su salida? —le preguntó ella con voz contrariada pero
expresión de perpetua bienvenida.
—Sí —dijo él, ¿sino por qué más estaría ella allí?—. Me
quedaba solo por una noche, ya me tengo que ir.
Por primera vez la cara de la recepcionista demostró otra
emoción. Su ceño se frunció y sus ojos escarbaron en él por una respuesta
lógica.
—Usted no se puede ir.
—¿Cómo?
—Que ya está ingresado al hotel, no puede irse ahora.
Él no supo qué contestar por unos interminables segundos.
Finalmente soltó todo el aire contenido en los pulmones haciéndola a un lado y
saliendo de su habitación. Ella lo observó ladeando la cabeza.
—Bueno, fue un placer. Ya me voy.
—No se puede ir —contradijo ella.
El joven comenzó a retroceder temeroso de darle la espalda a
aquella extraña mujer que ahora le ponía los pelos de punta. Fue avanzando por
el pasillo hasta el ascensor, ella lo seguía confundida y sin intenciones de
alcanzarlo.
—No hay salida para usted —le dijo con tenebrosa voz
musical—. Una vez ingresa al hotel, no podrá salir. Son las reglas.
—No se acerque más —le advirtió alzando una mano mientras
entraba a la jaula dorada—. No entiendo qué está pasando, pero esto no es
gracioso.
—No es gracioso —aceptó ella con un asentimiento de cabeza.
Las puertas se cerraron y él apretó el botón de la
recepción. Salió caminando apresuradamente, allí se encontró con la familia de
la noche anterior. Los cuatro estaban estáticos en el centro de esta, sin decir
absolutamente nada y siguiéndolo con la mirada. Él trató de ignorarlos y avanzó
hacia las puertas de salida. Se detuvo en seco. Allí no había puertas de salida.
El lugar por el que había entrado había desaparecido, en su lugar había ahora
una gigantesca pared de color crema. Sin aliento y confundido se detuvo a
observar el muro frente a él. ¿Qué estaba pasando?
Lentamente se dio la vuelta, observando todo a su alrededor
con creciente desesperación. Las luces parpadearon, en el brillo, el hotel se
veía igual que cuando había ingresado, pero en la oscuridad… una sombra fría
recubría la superficie, cambiando todo. Polvo de décadas cubría cada
superficie, telarañas colgaban por doquier, muebles rotos, viejos y
descoloridos. Él pestañeó, creyendo que era producto de su imaginación, las
luces parpadearon una última vez para encenderse definitivamente, ocultando esa
extraña visión del hotel abandonado.
La familia seguía allí, estática, observándolo con caras vacantes
y ojos desprovistos de vida. Entonces las puertas del ascensor se abrieron y la
recepcionista salió. Confundido y aterrado, se lanzó a correr por su vida. Se
metió por un corredor a la derecha de la recepción, desesperado por escapar de
aquellos extraños desconocidos. ¿Qué era este lugar? ¿Qué estaba pasando?
Miró sobre su hombro y no vio a nadie siguiéndolo, por ahora
al menos. Al ver el interminable pasillo con miles de puertas decidió que lo
mejor sería meterse en una de las puertas y encontrar una ventana por la cual
escapar, después de todo, ¿por cuánto tiempo podía estar corriendo por el
pasillo infinito hasta que lo alcanzaran? Sin pensarlo dos veces se metió a una
de las tantas puertas a la derecha del pasillo.
Una oscuridad abrumadora lo devoró, escupiéndolo dentro de
un brillo cegador. Entrecerrando los ojos con ambas manos frente a los ojos
hizo su camino fuera de esa luz blanca hasta que logró salir de ella. De alguna
manera estaba fuera. El sol acababa de ponerse en el horizonte, la alargada
carretera ruidosa y atestada de luces rojas y azules. Poco a poco se fue
acercando a las ambulancias y autos de policía. Un grupo de gente esparcido
alrededor de la escena de un accidente.
Nadie parecía verlo allí, haciéndose camino entre ellos,
hacia aquellos metales retorcidos. Un camión. Un auto. El auto parecía haberse
salido de su carril, colisionando contra el camión, no quedaba de él más que
metales retorcidos. El conductor, o más bien, lo que quedaba de su cuerpo, era una
masa deforme de sangre y vísceras. Algunos detectives evitaban mirar el
desastre y los pocos valientes que lo hacía, apartaban la mirada con una mano
sobre la boca y cara de horror.
Los recuerdos lo golpearon sin piedad. Quitándole la
respiración y empeorando mil veces más el dolor de cabeza. Ahora lo entendía
todo. Ahora lo recordaba todo. La bocina, las gigantescas luces de frente de
las que no pudo escapar, el impacto, el estridente sonido metálico, el agónico
dolor de no más de dos segundos seguidos de la nada misma. Luego la pérdida de
esos recuerdos, la carretera tranquila, el «casi accidente», y el hotel.
Abriendo la puerta salió al pasillo atestado de almas. Miró
alrededor. ¿Todos sabían ya cuál era su situación o creerían que estaban de
vacaciones? Al observarlos mientras hacía su camino de regreso a la recepción
notó que había de todo un poco, desde aquellos que deambulaban con caras
carentes de vida a aquellos que alegremente iban y venían por el lujoso hotel.
Una vez llegó a la entrada, vio a la familia alegremente pasar
con los niños que corrían riendo en dirección al patio, donde se encontraba la
piscina. La recepcionista lo esperaba con una cálida sonrisa. Él se detuvo
frente a ella y elevó la mirada al techo espejado. Por una fracción de segundo
su reflejo no fue más que el de un cadáver terriblemente mutilado,
ensangrentado, con huesos expuestos y entrañas salidas, pero entonces pestañeó
y volvía a ser él.
¿Cuánto tiempo habría pasado desde el accidente? ¿Cuánto
tiempo habría pasado desde su…?
—¿Algún problema, señor? —le preguntó ella atrayendo
nuevamente su atención.
Él negó con el ceño fruncido.
—Todo en orden —aseguró.